Juan Miguel Sánchez
Vigil
Estoy a
tiempo, faltan aún dos horas para que el cierre del día caiga con su
ensordecedor ruido y comience la cuenta atrás. Faltan solo faltan 364 días para
conmemorar el evento que esta mañana anunciaban los informadores de la radio
después de que el sacerdote xyz nos alimentara el espíritu con el sermón de la
“Alborada”.
Hoy, casi
ayer, es el Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Y a mi, que he
escrito para los niños, se me ha ido el santo al cielo. Hago ahora acto de
contrición y me disculpo viendo como las letras negras van ocupando el espacio
vacío de la pantalla del ordenador, y sintiéndome culpable por no haber
recordado que hoy era el gran día.
En estos casi sesenta
años de vida lo único que de verdad me ha hecho sentirme feliz son mis cuentos,
porque los escribí solo, encerrado en mi mismo, creyéndome que yo era el rey,
el príncipe y el mendigo, el tonto y el listo, el monstruo, el capitán y el
villano. He sido tan libre con la escritura que he tocado las nubes con los
dedos, he vivido bajo el agua y he llenado mi habitación de chocolate. Por eso
hoy me he sentido culpable, porque he sido tan estúpido que se me ha olvidado
dar las gracias a aquel maestro llamado Don Emilio que una vez me dijo en el
colegio: “escribe historias para los niños, porque su mente está abierta y no
cuestionan las cosas como los adultos”.
Acaricio ahora
uno de mis libros y recuerdo el día en que abrí un paquete y por primera vez
tuve impresa en mis manos una de mis historias inventadas. Pongamos por caso
que fue un 2 de abril y que mi a padre, todavía en este mundo, le brillaron los
ojos y apretó los dientes para que yo no le viera llorar.