miércoles, 12 de agosto de 2009

El precio de la vida

Shakespeare puso precio a la vida en El mercader de Venecia. Recuerdo que TVE hizo un magistral Estudio 1 con esta obra, donde José Bódalo interpretaba al usurero que comerciaba con los corazones.
El corazón es el órgano que se asocia al sentimiento y cuando falla la vida se apaga, se termina. A veces en un instante, como el caso del futbolista Jarque, otras poco a poco, desgastándose hasta quedar en una diminuta lámina cuyos latidos se demoran en golpes de agonía.
Escucho la radio y repaso la prensa. Los políticos se parten la cara para no admitir que los suyos son gentuza y sus corazones se pudren; los intelectuales se esconden para que el corazón no sufra y la masa pulula de un lado a otro quejándose de gilipolleces. En mis lecturas advierto que el precio de la vida es tan bajo que resulta insultante. Menos que un saldo.
Es tiempo de crisis y de rebajas. Cada día muere una mujer asesinada por tipos con el corazón roto y la cabeza perdida; cada día muere un periodista asesinado por hablar; cada día algún subnormal gasta su tiempo en pensar como matar a otros por conseguir imposibles; cada día…
En las esquinas hay personas que esperan a que su corazón se pare, demasiadas. En una de las esquinas de mi barrio hay un hombre que extiende la mano sin pronunciar una sola palabra. No sé si pide dinero o pide simplemente que alguien roce sus dedos y le de los buenos días; no se si fue un ejecutivo que se creyó el rey del mundo o un desgraciado al que la fortuna le volvió la espalda.
¿Cuál es el precio de la vida? No lo sabemos. La noticia de la muerte de Jarque ha impactado en la sociedad, por su juventud y por su función social. A mi también. La noticia de la muerte de cientos de mujeres masacradas no pasa desapercibida, pero forma parte del paquete social de la costumbre.
Mirando de reojo a ese hombre de la mano extendida me pregunto qué es la vida y cuanto cuesta. La demagogia me lleva a pensar en los miles de euros con los que se compra y se vende a esos muchachos que dan patadas a los balones. Es inevitable.
Cada paso que damos en esa línea, en ese desprecio por la vida, damos una vuelta de tuerca en favor de quienes abogan por golpes de mano que limiten las libertades. Crecí en la disciplina impuesta y llegué a creer que sin esa imposición respetaríamos la vida, la nuestra y la de los demás. Fui un ingenuo… y sigo siéndolo porque me quedan algunas esperanzas.
El precio de la vida es tan ridículo que cualquier hijo de puta puede emborracharse o drogarse libremente y luego coger el coche para matar a un niño, como le ocurrió a mi querido Santi hace unos años. No puedo borrar su imagen en el depósito de cadáveres de los sótanos del Hospital de la Princesa, como tampoco puedo quitarme de la cabeza la muerte de las niñas de Catarroja, Madrid o Sevilla, o las barbaridades cometidas por esos grupos que acuden los fines de semana a las discotecas a cazar inocentes…
Me gustaría tenerlos enfrente unos segundos, mirarles a los ojos, preguntarles por el sentido de su existencia… Pero me da miedo, porque en la conversación puede que supiera lo que vale una vida para ellos y lo mismo pagaría ese precio porque su corazón estuviera en mis manos, como si yo fuera el mercader de Venecia en la obra de Shakespeare.

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